En el barrio Policarpa, en el centro de la ciudad, un grupo de hombres entrena para convertirse en luchadores profesionales. Todos quieren seguir los pasos de su profesor, José Luis Espinoza, un ecuatoriano que lleva 37 años en el ring.
Un hombre se acerca sigilosamente a José Luis Espinoza. En pocos instantes se le abalanza e intenta robarle el reloj. Lo amenaza con un cuchillo filoso, que luego blande contra la cintura de su víctima, y le exige que le entregue todo lo que lleva. José Luis hace el amague de que va a entregarle el reloj, pero en cuestión de segundos la escena cambia. Como una imagen de cazador cazado la víctima se ha convertido en verdugo. Si este ladrón hubiera sabido que José Luis La Sombra Espinoza es un luchador profesional hace 37 años y campeón mundial en 1995, tal vez no hubiera cometido tamaña estupidez.
Espinoza entrena a 12 luchadores, tres de los cuales son aprendices. Estos hombres se reúnen los martes, jueves y sábados en un frío espacio del barrio Policarpa, y durante una hora ensayan cuidadosamente maniobras para incorporarlas a este deporte-espectáculo.
Un hombre se acerca sigilosamente a José Luis Espinoza. En pocos instantes se le abalanza e intenta robarle el reloj. Lo amenaza con un cuchillo filoso, que luego blande contra la cintura de su víctima, y le exige que le entregue todo lo que lleva. José Luis hace el amague de que va a entregarle el reloj, pero en cuestión de segundos la escena cambia. Como una imagen de cazador cazado la víctima se ha convertido en verdugo. Si este ladrón hubiera sabido que José Luis La Sombra Espinoza es un luchador profesional hace 37 años y campeón mundial en 1995, tal vez no hubiera cometido tamaña estupidez.
Espinoza entrena a 12 luchadores, tres de los cuales son aprendices. Estos hombres se reúnen los martes, jueves y sábados en un frío espacio del barrio Policarpa, y durante una hora ensayan cuidadosamente maniobras para incorporarlas a este deporte-espectáculo.
El salón comunal donde entrenan es un triste espacio en el que caben aproximadamente 900 personas. En un intento por hacer acogedor el lugar, a alguien se le ocurrió pegar unos cuantos recortes de flores coloridas en las paredes, que contrastan con el naranja chillón de las sillas desvencijadas. El ring en el que entrenan es de José Luis. Lo adquirió en el año 2000 por $5 millones. Aunque ya está desgastado de tanto aporrearlo, es el único que tienen para practicar.
Durante el Festival de Verano de Bogotá del año pasado, la escuela Colombian Wrestling Superstars, creada por Espinoza, dio un gran espectáculo que hizo recordar con nostalgia al público capitalino las épocas doradas de la lucha libre. Pero a diferencia de los años 80, cuando la lucha experimentó su mejor momento en Colombia, hoy no tiene patrocinadores. Lo que gana un luchador profesional por pelea es aproximadamente entre $400 y $500 mil, una cifra irrisoria si se tiene en cuenta el riesgo que corren en el cuadrilátero.
¿Qué mueve entonces a estos hombres a arriesgarse de semejante manera? Para mí es una clara muestra de masoquismo en su estado más primitivo. Para ellos es la razón de su vida. José Luis, por ejemplo, se entusiasmó con la lucha libre desde que era muy pequeño. A los 17 años salió de su Ecuador natal para trasladarse a Cali. En esta ciudad inició su vida como luchador. Antes de llegar a la Sultana del Valle, ya había hecho algunas peleas para aficionados en Guayaquil. Recuerda con una risa estrepitosa que en su primer combate el oponente lo estaba golpeando tan fuerte que Luz Angélica, su mamá, intentó meterse con un bate al ring para defenderlo.
Las cicatrices son trofeos
José Luis me enseña una de las tantas cicatrices que tiene en su cabeza. A diferencia de cualquier otra persona, que intentaría ocultarlas, para él son motivo de orgullo. Con esa imagen queda resuelta una de mis dudas sobre si lo que ocurre en un combate de lucha libre es verdad o no. Todo indica que los golpes, la sangre, las muecas de dolor son reales. Sin embargo, aunque los luchadores no lo admitan, hay ciertas maniobras que están más relacionadas con el espectáculo.
Antes de conocer a este grupo de luchadores me preguntaba cómo era posible que en un país tan violento como el nuestro existieran personas que se dedicaran a recrear más violencia. Esto me generaba consternación e indignación. Pero a diferencia de la violencia de las calles, como la que tuvo que vivir José Luis cuando intentaron robarlo, esta es en cierta forma un ‘pacto de caballeros’.
Conductores de rutas escolares, guardias de seguridad, guardaespaldas, entrenadores de lucha olímpica, mensajeros. No importa a lo que se dediquen, lo que importan son las ganas y la pasión por la lucha. Por las mañanas estos hombres se desempeñan como cualquier otro en sus oficios. Nadie que los vea llegaría a pensar que son capaces de romper clavículas, aplicar llaves, patear al oponente o atacarlo con cadenas.
En su vida cotidiana, al contrario, son más nobles de lo que nosotros creeríamos. Carlos Romero, luchador profesional desde hace nueve años, afirma con convencimiento y humildad: “Este es un deporte rudo para personas nobles”. Él especialmente tiene un aspecto casi infantil. Me atrevería a decir que hasta inspira ternura, deseos de protegerlo. Habla tranquilamente, casi masticando cada palabra. Siempre fija su mirada al piso, como si allí encontrara las respuestas a mis preguntas. De vez en cuando lanza una mirada al ring para indicarle a algún compañero que está cayendo mal.
Me deja asombrada cuando me dice que él es de los luchadores rudos, es decir, de aquellos que se valen de artimañas sucias para ganar el combate. Me resisto a creerle, pero él, con toda la seriedad del caso, me dice que los mejores son los rudos y que en más de una ocasión él ha golpeado con bates a sus contrincantes.
Al igual que otros de sus compañeros, Carlos trabaja ocho horas diarias. Es conductor de ruta escolar de un internado en Mosquera y se apasionó por la lucha libre cuando en su niñez veía junto a su padre los combates de ‘El Santo’, ‘Blue Demon’ y ‘El Tigre Colombiano’. Esas eran otras épocas. Aquel que se dedicaba a la lucha libre no tenía que conseguirse un trabajo alterno, porque los combates eran muy bien pagos y el público asistía en masa a los espectáculos.
Un viejo refrán dice: Si uno supiera que se va a caer se iría arrodillado. En la lucha libre sí que lo saben. Lo primero que un principiante debe aprender es a caer. Una mala caída podría terminar en invalidez, problemas en los riñones, la espalda o fractura de la columna. Carlos me dice que la persona debe caer sobre los omóplatos y las caderas, de tal forma que quede un arco en la espalda. De lo contrario, las lesiones, que en este deporte son el pan de cada día, pueden terminar fácilmente con la vida de un luchador.
“Cada combate es una posibilidad de quedar inválido”, afirma José Luis, quien además asegura que los golpes que le han dado no son tan fuertes como cuando le han roto el corazón. “Me han dado directo aquí”, me dice, mientras señala con el dedo índice su pecho. Su sueño es morir en el ring. Afirma que sería muy triste terminar la vida víctima de un atraco o de un atentado. Quiere morir luchando, pero antes quiere ver realizado su sueño de organizar un campeonato mundial en Colombia. Ha pensado en esto varias veces y ya tiene una propuesta. Sólo espera que la empresa privada se interese y lo patrocine.
Ya han pasado varios años desde que aquel incauto ladrón intentó robarlo en vano. Desde que José Luis le retorció la muñeca, le hizo soltar el cuchillo, y lo dejó desamparado, reducido a un escolar de un jardín de infantes. Sonríe al acordarse de ese hecho, de ver cómo es capaz alguien de envalentonarse cuando tiene un arma y luego verlo amilanado, casi suplicante. Para José Luis ya es un episodio casi borroso. Pero de algo estoy segura, aquel ladrón lo pensará dos veces antes de atacar a un hombre que a todas luces parece indefenso.
Durante el Festival de Verano de Bogotá del año pasado, la escuela Colombian Wrestling Superstars, creada por Espinoza, dio un gran espectáculo que hizo recordar con nostalgia al público capitalino las épocas doradas de la lucha libre. Pero a diferencia de los años 80, cuando la lucha experimentó su mejor momento en Colombia, hoy no tiene patrocinadores. Lo que gana un luchador profesional por pelea es aproximadamente entre $400 y $500 mil, una cifra irrisoria si se tiene en cuenta el riesgo que corren en el cuadrilátero.
¿Qué mueve entonces a estos hombres a arriesgarse de semejante manera? Para mí es una clara muestra de masoquismo en su estado más primitivo. Para ellos es la razón de su vida. José Luis, por ejemplo, se entusiasmó con la lucha libre desde que era muy pequeño. A los 17 años salió de su Ecuador natal para trasladarse a Cali. En esta ciudad inició su vida como luchador. Antes de llegar a la Sultana del Valle, ya había hecho algunas peleas para aficionados en Guayaquil. Recuerda con una risa estrepitosa que en su primer combate el oponente lo estaba golpeando tan fuerte que Luz Angélica, su mamá, intentó meterse con un bate al ring para defenderlo.
Las cicatrices son trofeos
José Luis me enseña una de las tantas cicatrices que tiene en su cabeza. A diferencia de cualquier otra persona, que intentaría ocultarlas, para él son motivo de orgullo. Con esa imagen queda resuelta una de mis dudas sobre si lo que ocurre en un combate de lucha libre es verdad o no. Todo indica que los golpes, la sangre, las muecas de dolor son reales. Sin embargo, aunque los luchadores no lo admitan, hay ciertas maniobras que están más relacionadas con el espectáculo.
Antes de conocer a este grupo de luchadores me preguntaba cómo era posible que en un país tan violento como el nuestro existieran personas que se dedicaran a recrear más violencia. Esto me generaba consternación e indignación. Pero a diferencia de la violencia de las calles, como la que tuvo que vivir José Luis cuando intentaron robarlo, esta es en cierta forma un ‘pacto de caballeros’.
Conductores de rutas escolares, guardias de seguridad, guardaespaldas, entrenadores de lucha olímpica, mensajeros. No importa a lo que se dediquen, lo que importan son las ganas y la pasión por la lucha. Por las mañanas estos hombres se desempeñan como cualquier otro en sus oficios. Nadie que los vea llegaría a pensar que son capaces de romper clavículas, aplicar llaves, patear al oponente o atacarlo con cadenas.
En su vida cotidiana, al contrario, son más nobles de lo que nosotros creeríamos. Carlos Romero, luchador profesional desde hace nueve años, afirma con convencimiento y humildad: “Este es un deporte rudo para personas nobles”. Él especialmente tiene un aspecto casi infantil. Me atrevería a decir que hasta inspira ternura, deseos de protegerlo. Habla tranquilamente, casi masticando cada palabra. Siempre fija su mirada al piso, como si allí encontrara las respuestas a mis preguntas. De vez en cuando lanza una mirada al ring para indicarle a algún compañero que está cayendo mal.
Me deja asombrada cuando me dice que él es de los luchadores rudos, es decir, de aquellos que se valen de artimañas sucias para ganar el combate. Me resisto a creerle, pero él, con toda la seriedad del caso, me dice que los mejores son los rudos y que en más de una ocasión él ha golpeado con bates a sus contrincantes.
Al igual que otros de sus compañeros, Carlos trabaja ocho horas diarias. Es conductor de ruta escolar de un internado en Mosquera y se apasionó por la lucha libre cuando en su niñez veía junto a su padre los combates de ‘El Santo’, ‘Blue Demon’ y ‘El Tigre Colombiano’. Esas eran otras épocas. Aquel que se dedicaba a la lucha libre no tenía que conseguirse un trabajo alterno, porque los combates eran muy bien pagos y el público asistía en masa a los espectáculos.
Un viejo refrán dice: Si uno supiera que se va a caer se iría arrodillado. En la lucha libre sí que lo saben. Lo primero que un principiante debe aprender es a caer. Una mala caída podría terminar en invalidez, problemas en los riñones, la espalda o fractura de la columna. Carlos me dice que la persona debe caer sobre los omóplatos y las caderas, de tal forma que quede un arco en la espalda. De lo contrario, las lesiones, que en este deporte son el pan de cada día, pueden terminar fácilmente con la vida de un luchador.
“Cada combate es una posibilidad de quedar inválido”, afirma José Luis, quien además asegura que los golpes que le han dado no son tan fuertes como cuando le han roto el corazón. “Me han dado directo aquí”, me dice, mientras señala con el dedo índice su pecho. Su sueño es morir en el ring. Afirma que sería muy triste terminar la vida víctima de un atraco o de un atentado. Quiere morir luchando, pero antes quiere ver realizado su sueño de organizar un campeonato mundial en Colombia. Ha pensado en esto varias veces y ya tiene una propuesta. Sólo espera que la empresa privada se interese y lo patrocine.
Ya han pasado varios años desde que aquel incauto ladrón intentó robarlo en vano. Desde que José Luis le retorció la muñeca, le hizo soltar el cuchillo, y lo dejó desamparado, reducido a un escolar de un jardín de infantes. Sonríe al acordarse de ese hecho, de ver cómo es capaz alguien de envalentonarse cuando tiene un arma y luego verlo amilanado, casi suplicante. Para José Luis ya es un episodio casi borroso. Pero de algo estoy segura, aquel ladrón lo pensará dos veces antes de atacar a un hombre que a todas luces parece indefenso.
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